Era extraño ver tantas mesas tan grandes porque todas estaban ocupadas por solitarios y anónimos como yo. Las sillas vacías que nos acompañaban sólo resaltaba nuestra situación de profunda soledad, el silencio, donde los muertos que nos acompañaban se oían más que nosotros.
Pero a eso veníamos a escucharlos, a hacerlos presentes, a comer la comida que les gustaba. De repente uno que otro perdido entraba con compañía. Como esa pareja que entró y se sentó en la mesa de enfrente. Se notaba enseguida que se sentían incómodos por aquella extraña situación. Estar rodeados de gente que comía sola. Era una pareja joven que había entrado con una sonrisa que, claro, iba desvaneciendo de sus rostros al entrar en nuestro tiempo, nuestra atmósfera, nuestra preponderante soledad. Susurraban entre ellos, no se atrevían a hablar más alto, como si fueran a interrumpir esa solemnidad, a quebrar ese silencio que era como una misa para muertos. Así que se apresuraron en comer y con cara de interrogación salieron del lugar.
Y todo regreso a la normalidad. Sinceramente yo también me sentía un poco perdido, era la primera vez que hacía esto y no estaba seguro de ir siguiendo bien las instrucciones que se me habían dado.
¿Y si no lograba hablar con él?
se.