Dos velas blancas bailaban en frente de ella al compás de su respiración. A lo lejos, se oían cantos de personas haciendo un ritual. Las voces profundas, lastimosas y repetitivas se contestaban unas a otras, produciéndole un escalofrío. Los sonidos le parecían lejanos, pero no podía evitar sentirse apresada por ellos. Una sábana blanca que movía el viento con violencia la liberó. En el muro desnudo veía su sombra y le parecía que tenía más vida que el cuerpo que la proyectaba. Su mesa, moribunda, no podía sostener ya más que las velas, una copa de vino casi vacía, su paquete de tabaco y un papel. Lo había perdido todo, incluyendo su tesoro.
Quería escribirle una carta, pero cada vez que lo intentaba, la pluma se quedaba sin tinta y ella sin palabras. Sólo conseguía prenderse un cigarro, como si cada uno contuviera una idea que ella inspiraba al fumárselo. Tenía miedo. Sentía que los muertos estaban sentados a su lado, acompañándola. Creía sentir sus miradas, creía oír sus murmuros. Sabía que le murmuraban algo pero se sentía muy vacía para entenderlos. El viento se colaba entre los cristales rotos de las ventanas, provocando que las velas se consumieran más rápido. Eran como dos grandes torres blancas que se iban desvaneciendo. Una vez que se desvanecieran por completo, ella se marcharía de ahí. De ese lugar al que probablemente no regresaría jamás.
Pensaba en los recuerdos que no se desvanecían, como un ejército que marchaba frente a ella, fuerte, constante, perturbador. Marchaban en todo momento, incansables, en sus sueños, en sus pensamientos, en las palabras que derramaban sus lágrimas. Pensaba en las noches de insomnio, en su búsqueda, en la ansiedad de sus labios. Pensaba que la razón nos hacía menos racionales. Que los hombres somos los únicos animales realmente concientes de nuestra existencia, pero que eso no nos servía de nada. “Las plantas, los animales, están más cerca de lo que son aunque no sepan que son. Nosotros creemos saber qué somos y no somos”, le dijo alguna vez.
Se apagó una vela y sin pensarlo tiró su copa de vino al papel. Eso era todo lo que tenía que decirle. Eso era ella. Tomó la vela y los cigarros que quedaban y se dirigió a la puerta. Cruzó el patio, ese patio. Su patio. Con sus enredaderas, sus plantas aéreas que rodeaban la mesa con su silla roja de madera. Con aquellos azulejos abandonados pero vivos, que luchaban por mantener sus colores, su mueble de repisas azul cielo, que ya no cargaba pensamientos. Rozó cada una de las jaulitas donde vivían sus orquídeas de colores. Acarició el musgo de los muros y cuando su vela por fin desvaneció, sus lágrimas vencieron.
se.